La mirada tranquila y serena. Había llegado al punto de inflexión en el que el miedo quedaba atrás. Si oyes los diparos es porque aún estás vivo. Ya no hay de qué preocuparse. Ni por el tiempo porque no existe. Ni por la muerte porque llegará o bien en forma de bomba destructora o de ráfaga de metralleta, subfusil o Dios sabe qué.
Yo estaba aterrorizado, acostumbrado a mi mundo occidental donde la mayor tragedia puede ser que te salte el ADSL. Y allí seguía ella. Siete años. Sin futuro, como tampoco sin pasado. Sin otro mundo que el de la violencia. El único conocido, normal para ella, en su corta vida.
Y entre ella y yo mi arcaica y flamante Nikon comprada por Internet vía Hong Kong. Un regalo de una antigua novia. La última vez que la ví fue en un clásico y artificial Starbucks del Paseo de Gracia. Discutimos y lo dejamos en aquel café. Y le pagué el cortado que se tomó. Me acuerdo de ello ahora que siento pánico parapetado en aquella casa, esperando una bala perdida. Ella, sucia y maloliente, también está agachada, pero sin miedo, lo cual me aterra más. La desesperación por ella, por mí, por este maldito mundo, que aquí, en esta parte del globo, llega a su fin. O al menos por hoy, si sobrevivimos. Jungla de cemento y odio.
Encima de mí una red de satélites buscando enemigos o inexistentes armas de destrucción masiva. Y lo único humano son sus ojos. Grandes y negros. Su inocencia. Mi terror. Su serenidad.
Yo estaba aterrorizado, acostumbrado a mi mundo occidental donde la mayor tragedia puede ser que te salte el ADSL. Y allí seguía ella. Siete años. Sin futuro, como tampoco sin pasado. Sin otro mundo que el de la violencia. El único conocido, normal para ella, en su corta vida.
Y entre ella y yo mi arcaica y flamante Nikon comprada por Internet vía Hong Kong. Un regalo de una antigua novia. La última vez que la ví fue en un clásico y artificial Starbucks del Paseo de Gracia. Discutimos y lo dejamos en aquel café. Y le pagué el cortado que se tomó. Me acuerdo de ello ahora que siento pánico parapetado en aquella casa, esperando una bala perdida. Ella, sucia y maloliente, también está agachada, pero sin miedo, lo cual me aterra más. La desesperación por ella, por mí, por este maldito mundo, que aquí, en esta parte del globo, llega a su fin. O al menos por hoy, si sobrevivimos. Jungla de cemento y odio.
Encima de mí una red de satélites buscando enemigos o inexistentes armas de destrucción masiva. Y lo único humano son sus ojos. Grandes y negros. Su inocencia. Mi terror. Su serenidad.
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