Y nunca le
recordaba lo que no se debía contar. Así que el renacuajo
siempre lo soltaba con inocente naturalidad. Un día la maestra le
oyó. A la salida del colegio la docente abordó discretamente al
padre. De camino a casa el hombre iba caviloso, sin mirarle,
apretándole fuertemente la mano. Tanto que el crío expresó
malestar. Los ojos, verdes unos, azules los otros, se encontraron
ante un semáforo. “Ya te he dicho alguna vez que hay cosas de papá que no debes contar”. El niño se revolvió apartando la mirada y se justificó. “Pero, papá, si es verdad. Mamá siempre me dice que no hay que mentir. Y yo te he visto. Te he visto
volar.”
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