La
lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad. Así se
refería mi padre, asomado a la ventana del quinto piso, a aquel
chaparrón vespertino de finales de mayo. Yo, sentado frente al
escritorio, rogaba porque aquella figura retórica se tornase
literal. Ojalá nos pudiese engullir rápido y atropelladamente.
Delante de mi unos apuntes escritos hace meses y que a falta de unos
días para los exámenes finales volvían a la luz cual antiguos
papiros egipcios. El sempiterno precipicio de junio se volvía a
abrir bajo el aguacero.
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