Hace unos días cayó en mis manos un trozo de historia. Eran unas cartas que escribió un mecánico de aviación republicano desde un campo de refugiados francés. Las toqué con suma delicadeza, con miedo de que se me pudiesen desmenuzar en mis torpes manos. Estaban escritas a máquina. Lo que más destacaría es la serenidad que muestra en ellas a través de la rutina diaria del campo. Pero sobre todo la falta de odio. Y eso me resultó mágicamente sorprendente. En el mundo de hoy, en las guerras de hoy, el odio es una poderosa arma de destrucción masiva que se nos inculca a todos: los que están delante del fusil, los que están delante del fusil, los que se esconden en sus despachos, los que protestan en las calles por algunas guerras y los que ven la guerra en directo, cómodamente en sus sofases... Y va y resulta que descubro, o redescubro, que el odio en las viejas guerras sólo era propio de fanáticos: el enemigo a quien achacar todos los males del mundo, aunque realmente no fuese/sea verdad. Sí, las guerras hoy son más rentables que nunca en la historia. Y esas cartas sólo dejan traslucir una tierna preocupación por su familia.
Me impresionó una frase de la segunda carta: "Os envío la última foto que me he hecho" No ví la foto, pero le puedo imaginar por ese campo de refugiados buscando al fotógrafo, pensando en la ropa que lleva, con un peine en un bolsillo. Y, ya delante del fotógrafo, diciéndole "Hágame una buena foto para que mi familia piense que estoy bien"
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