Cuando era pequeño no me gustaban las corridas de toros. En la primera juventud me parecía un espectáculo cruel e inhumano. Después, quizás tras ver, dar y recibir cornadas, empecé a considerar la corrida como algo más que esa ridícula etiqueta de fiesta nacional. Me remonté a sus orígenes para tratar de comprender. Y comprendí que es un arte tan cruel como la vida. Como la vida de aquí, de allá y de acullá. Plantarse ante la muerte, danzar con ella y al final uno de los dos ha de morir. Y todo en justo lance. Cada cual con su correspondiente oprtunidad de matar al otro. Cruel y maravilloso.
Pero claro, en estos tiempos viendo a esos toreros y su parafernalia no le veía sentido. Engancha la pasta y corre entre tanta caspa. Y qué espectáculo en el que se afeita y droga al toro para que salga más manso. A algunos toreros sólo les falta el casco. Abominable. Cuando algo se desvirtua no hay más que pasar hoja.
Hasta la reaparición de José Tomás. En vida ya está volviéndose un mito. Como Manolete o Paquirrín. Ayer en Las Ventas me puso los pelos de punta cuando toro y hombre se miraron . Cómo el hombre no se mueve. Está loco, pensé. Y el pase sin mover un pie. Sigo pensando que está loco. Un loco maravilloso porque no le importa morir en la plaza. Y me temo que pasará. Y habrá estado más vivo que muchos de nosotros.
PD. La crónica de ayer en EL PAÍS.
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