La llegada a la cima de la montaña se produjo con las últimas energías. Al llegar caí rendido sobre una piedra. Esto fue una imprudencia y una falta de disciplina intolerable: imagínese que un escorpión hubiese buscado el cobijo bajo la roca.
Repuesto del sofocón rebusqué en la mochila y me alivié con la poca agua que aún quedaba en la botella. Suficiente para una presta recuperación.
Miré el grandioso paisaje que se abría ante mí: fabuloso espectáculo el que me ofrecía el Pico Almanzor. Paseé mi mirada sobre los picos de alrededor: el granito los coronaba dándoles una austeridad perenne, cuasi inmortal. Pensé en las estrellas, mucho más inmortales que el granito de Gredos. Esta noche se verían magníficas ante un cielo despejado, aunque por el sur se veían esos malditos cirrocúmulos.
Tras una hora, el descenso por una ladera sin mucha pendiente me llevó a una verde planicie. Contemplé el monte que acababa de dejar. Resulta embriagador para el recuerdo echar esa última mirada a aquello que dejas atrás, sabiendo que algún día volverás, más mayor tal vez, solo o acompañado, herido o sano, pero volverás, volvería, vaya, vaya si volvería. Sólo que en ese instante no fui consciente de lo temprano que eso sería.
Al darme la vuelta para dejar grabada en mi mente la imagen y el olor del lugar ocurrió: tropecé con la punta de la bota derecha. Una piedra pensé. Del suelo sobresalía un trozo de hierro oxidado, muy oxidado. Parecía un clavo. Vaya, me dije, imagínate un clavo íbero; con excepción que allí de íberos nada de nada. O un trozo de algún instrumento de labranza algo antiguo.
Al empezar a desenterrar con la navaja suiza fuí descubriendo, poco a poco, con mi asombro in crecendo que aquello sí que era un instrumento. Y vaya instrumento. Y vaya historia que tenía que haber detrás. La subida a aquel peñasco de aquel día de julio me iba a deparar cierto ajetreo en las siguientes semanas.
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