Nos precipitábamos al
horizonte de sucesos de Cygnus X-1. Una vez más, miré al piloto, el
cual ni tan siquiera disimuló su malestar mediante un chasquido en
el paladar acompañado de una mirada de esas que matan. Sin embargo,
era necesaria tal aproximación para verificar la información que la
Estación Espacial Cisne Negro nos había reportado dos horas antes.
El Mare Nostrum quedó estacionado en la conocida como Zona Omega que
por protocolo de seguridad había sido establecida en los manuales de
navegación espacial.
Empezamos a desplegar
las sondas de teledetección y a configurar los aparatos para la zona
del horizonte de sucesos. Cuando todo estuvo preparado observé por
un ventanal el espectáculo que nos ofrecía el agujero negro, mejor
dicho, las consecuencias que ofrecía su presencia. Quedaba lejos,
muy lejos de nosotros pero si mirabas con algo de atención a las
estrellas cercanas empezabas a notar que algo extraordinario ocurría.
Estrellas decenas de veces más masivas que el Sol o Kepler aparecían
cual fantasmas en la noche más negra que nos podamos imaginar. La
forma apepinada de aquellas colosales masas de gas autogravitante
dejaban entrever uno de sus hemisferios difuminado, el extremo,
claro, que atraía inexorablemente el mostruo negro. Yo ya lo había
visto en cinco ocasiones, ésta era la sexta, pero para la mayor
parte de la tripulación de la nave era algo nuevo. Ni la más
detallada representación en un entorno virtual tenía comparación
con lo que teníamos enfrente.
Recuerdo cuando de
pequeño mis padres me llevaron a ver la aurora boreal. Me dejó
embelesado creyendo que era un truco de magia de mi padre, así pues,
nunca me dio miedo. En cambio, frente a aquel zampador de estrellas
sentía gran pavor. De vez en cuando miraba el registro de nuestra
posición en la zona de seguridad. El piloto no le quitaba ojo. A
ningún tripulante se le ocurría preguntar lo que en las clases de
la Academia se consideraba casi un chiste porque ni los propios
físicos sabían qué reponder a ciencia cierta. Todos éramos
conscientes de lo inestable que podía volverse el horizonte de
sucesos y entonces, ¿qué ocurriría? Llegado el caso, la muerte
sería más deseable que las conjeturas que circulaban entre los
científicos.
Nada. Llevábamos tres
horas y media y no obteníamos ningún registro. Cisne Negro había
detectado otra anomalía. Lo llamábamos anomalía por llamarlo de
alguna forma. Desde hacía unos meses se habían detectado ciertos
episodios en la región circundante. Los detectores registraban que
algo había salido del agujero. Obviamente, a esto no había manera
de encontrarle lógica. El jefe técnico lanzó un grito. Otra vez
ocurría pero en esta ocasión estábamos ahí para seguirle el
rastro.
Nos desplazamos en
dirección hacia la posición registrada con todo nuestro equipo.
Aquello estaba como a dos años luz de distancia pero debido al
colosal campo gravitatorio la distancia se acortaba a unas pocas
horas. Y ahí estaba emergiendo como el mayor fantasma de todos los
tiempos. Un poco más grande que nuestra nave y alargado hasta el
infinito y más allá. Otra nave. Una nave que brotaba del agujero
negro. En eso, el horizonte de sucesos sufrió una fuerte distorsión.
Imagen de Cygnus X-1 obtenida por el satélite HERO de la NASA |
No hay comentarios:
Publicar un comentario