sábado, 26 de enero de 2013

 Cuenta la historia que Arquímedes descubrió el principio que lleva su nombre un buen día que estaba en los baños públicos de su ciudad. Nuestro hombre iba distraído en sus pensamientos sobre cómo saber si cierta corona de cierto rey era o no de oro. Al entrar en una bañera que rebosaba hasta arriba de agua ésta se salió sin remedio. Sonrió al enlazar una cosa con la otra y de ahí la archiconocida expresión (incluso para los que hicieron la ESO) de ¡Eureka!.
 La idea básica era que un objeto introducido en el agua desaloja el mismo volumen que tiene en agua, independientemente de lo pesado que sea. Lo que hará que flote o se hunda tendrá que ver con la densidad de la cosa y del agua que desaloje. Y así fue cómo descubrió que la corona no era realmente toda de oro. El engaño del orfebre debió de salirle caro en aquellos tiempos.
 Y todo esto del griego, la bañera y la corona viene a cuento porque hace unos días me encontraba yo frente a un cacao de consideraciones mayúsculas. Más en concreto delante de una pizarra con un sistema de ecuaciones diferenciales lineales no homogéneas con coeficientes constantes. Me sentía como Rambo en Acorralado, pero sin machete al que recurrir. Había algo que se me escapaba: un signo aquí, una variable dependiente acullá, qué se yo. Haciendo uso de las famosas técnicas de concentración que yo mismo me he inventado, o eso creo, distraje mi atención hacia un cable USB macho de 2,5 metros que estaba sobre la mesa. No debería estar ahí sino guardado en su caja correspondiente, me dije. He aquí cuando la idea feliz se materializó, mi eureka particular e intransferible. Ya está.
 Pasando de lado frente a la pizarra salí de la estancia y me dirigí presto al comedor. Unos tres segundos calculé dadas las dimensiones de la casa. Ahí estaba la criatura de cuatro años dibujando los garabatos multicolor más indescifrables que cualquier máquina criptográfica habida y por haber. Me acerqué a ella. Me miró. Le dije que ya me acordaba de aquello que nos dejó pensativos esa mañana en el desayuno. Y le hice la mueca más fea que se recuerde desde el Mioceno. Ella asintió.

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