Al acercarme a la orilla estaba tan, tan ensimismado. Tanto que no me di cuenta de que había metido los pies en el agua. El eclipse estaba delante, justo delante de mi. La Luna estaba pigmentada de colores rojizos. Hace unos cuantos siglos ese color grana, escarlata a veces, hubiese despertado terror y pánico entre quienes lo contemplaban. Tal vez ahora mismo también está ocurriendo eso mismo. Tal vez no muy lejos de donde me encuentro. En el fondo yo mismo siento ese terror ancestral aun conociendo la danza celeste que nos brinda este grandioso espectáculo. Aunque no haya base científica se me permitirá la licencia de divagar sobre que ese miedo podría estar codificado en nuestro ADN. ¿Por qué no? Millones de años de postrarnos ante lo que creíamos mágico no pueden ser ignorados por la luz de la ciencia.
Algunas nubes se posan delante del espectáculo. Pero como un soplido celestial son inmediatamente barridas. El dios Sol que nos da la vida nos recuerda que aún en su letargo diario está ahí presente. La Luna, esa vieja compañera de Gaia, resurge lentamente. Uno no puede dejar de sentir los latidos del corazón. Sé que saldrá, lo dice la danza celeste, pero y si… Qué miserable soy, he dejado que algún gen de ésos que nadie sabe para qué sirven se regocijase cavilando en los arcanos, antiguos arcanos. La suerte estaba echada: momento angular, velocidades angulares, traslaciones, tiempos, leyes de Kepler, todo estaba previsto. No ha sido el fin del mundo. Al menos esta vez.
El color rojo tenía que ver con las partículas que los volcanes han estado escupiendo a la atmósfera. Y no con la furia, la tristeza, la guerra o el odio de nuestros astros cercanos.
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