Desde hace milenios, tal día como hoy, es un día muy especial: es el Solsticio de Invierno. Para celebrarlo, nos congregamos en torno a la mesa, ya sea una cena, una comida o ambas. Todo ello porque celebramos el fin de los días oscuros; y el comienzo de los días en que las horas del Astro Rey serán paulatinamente mayores que las de la Oscuridad. Todo ello desembocará en el Equinoccio de Primavera, pero como dicen los clásicos esa será otra historia.
Técnicamente, según el Real Observatorio de la Armada, el solsticio tuvo lugar el pasado 22 de diciembre a las 5:30 UTC (a las seis y media de la mañana, vamos). Y, más técnicamente aun, sucede porque nuestra estrella alcanza la mayor declinación norte con respecto al ecuador terrestre; debida la cosa a la inclinación del eje de nuestro planeta sobre el plano de su órbita.
Sin embargo, desde hace al menos dieciséis siglos, por orden papal, sabemos que los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús de Nazaret. La fecha real no se conocía y, como toda religión habida y por haber, se decidió tapar un festejo pagano con otro sacro. Y me disgusta. Que no dé la impresión de herejía, por Dios.
La fiesta pagana del solsticio debería de tener más significado si cabe en estos tiempos. Tiempos de crisis económicas y financieras, de crisis éticas, de filosofías de la vida (como si se pudiese omitir la Historia de la Filosofía). Este solsticio nos debería devolver la visión ancestral de nuestra pertenencia a un mundo que día a día menospreciamos, degradamos y destrozamos; ese mundo que nos hizo surgir como especie consciente; ese mismo mundo que también puede ajustarnos las cuentas.
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